Antonio Nicolás Briceño, "El Diablo" que desafió a Bolívar

Ilustración de Moira Olivar @molyz
Dos cajas llegaron al Cuartel General de Cúcuta, procedentes desde la Villa de Barinas. Los destinatarios: el brigadier Simón Bolívar, caraqueño arropado por el neogranadino Congreso de la Unión; y el coronel Manuel del Castillo y Rada. Al destapar los paquetes, el estupor se apoderó de los caudillos.

Eran dos cabezas de ancianos, limpiadas tras ser cortadas. Estaban preparadas para aguantar algo de tiempo tras la ejecución. Las cartas que traía el posta estaban firmadas con sangre de los españoles Francisco Gómez y Félix Sánchez, víctimas de la justicia expeditiva de Antonio Nicolás Briceño, el firmante de las misivas.



Abogado, terrateniente trujillano, uno de los próceres de la Independencia nacional, hombre difícil, determinado a vengar a sus conciudadanos, digno seguidor de la Ley del Talión, del ojo por ojo y el diente por diente. Uno de los primeros artífices de la Guerra a Muerte, cuando aún Simón Bolívar no la había decretado siquiera.

De hecho, Bolívar reclamó a Briceño su accionar. “En lo adelante, de ningún modo podrá pasar por las armas, ni ejecutar otra sentencia grave contra ningún individuo sin pasarme antes el proceso que precisamente ha de formarle para su sentencia con arreglo a las leyes”.

Castillo lo secundó, acentuando más su desaprobación: “Devuelvo la cabeza que se me remitía. Complázcase usted en verla, y diríjala a quien tenga el placer de ver las víctimas que ha sacrificado la desesperación”.

La falta de los españoles, según afirma Francisco Javier Yanes en su Historia de Venezuela: “lejos de intimidarse con el bando de Briceño, trataron de burlarse de él, ya con especies que soltaban entre la gente que estaba habituada a mirarlos como señores, ya con avisos que dirigieron a (el realista) Yánez, para que viniera a vengarlos”.

El 9 de abril decidió la ejecución, por fusilamiento, de Gómez y Sánchez. Era la ley del “Diablo” Briceño.

“No era advenedizo anónimo”, apunta Rufino Blanco Fombona en su texto Bolívar y la Guerra a muerte. “Briceño era un hombre culto, de familia distinguida. Era, además, abogado, orador, miembro y secretario del primer Congreso de la República. ¡Cuántos motivos para no ser un vulgar asesino! Sin embargo…”.

Nacido en Mendoza del Valle del Momboy, el 29 de abril de 1782, Briceño era hijo de Antonio Nicolás Briceño Quintero, conocido como “El Abogado”, y Francisca Briceño Pacheco. Era el menor de los ocho hijos del matrimonio andino.

Antonio Nicolás siguió los pasos de su padre, graduándose de abogado en las reales audiencias de Santa Fe en 1804 y Caracas en 1805. Posteriormente se casó con María de los Dolores Jérez de Aristeguieta y Gedler, familia de Bolívar, con las que tuvo a María Ignacia (Ignacita) e Isabel, esta última nacida tras la muerte de Briceño.

Le decían “El Diablo”. Contrario a lo que pueda pensarse sobre su apodo y el ser sanguinario del prócer, el cognomento procede de su participación en los actos sacramentales de la Semana Santa. En Caracas, durante su juventud, Antonio Nicolás hizo de Lucifer en las obras de teatro religiosas. Sin embargo, no estaba lejos de su dura personalidad.

Mario Briceño Perozo, en su libro “El Diablo Briceño”, describe al abogado, político y militar trujillano: “Era de porte elegante, alto de estatura, la tez blanca, los ojos azules inquietos, la frente ancha y despejada, boca regular y nariz recta. Su contextura atlética, amasada en largas y constantes caminatas y prácticas de equitación, lo presentaba como a uno de aquellos recios helenos que regresaban de Olimpia, ungidos por el olivo conquistado en el pentatlón.

Como terrateniente protagonizó un enfrentamiento con Bolívar. Ocurrió el 24 de septiembre de 1807: el caraqueño intentó pasar por una zona perteneciente al trujillano y ambos, capitaneando a sus respectivos esclavos, se enzarzan en un enfrentamiento donde Briceño llegó a sacarle un arma de fuego al futuro Libertador. No llegó a más por la intervención de algunos vecinos, compañeros en común, y todo se dirimió en los tribunales.

El andino llegaría a vender las tierras, evitando más problemas con el mantuano de la capital.

Aunque no estuvo en Caracas para el 19 de abril de 1810, perteneció al grupo de jóvenes conspiradores que buscaba el derrocamiento del poder español en Venezuela. Para el Supremo Congreso General Constituyente de 1811 fue electo como diputado por la provincia de Mérida, resultado firmante del Acta de Independencia del 5 de julio y ejerciendo como vicepresidente, secretario y vicesecretario de la agrupación.

Ya comenzaba a ganarse la animadversión de los partidarios del Rey. Unos versos de aquellos tiempos lo ubicaban entre las futuras víctimas de la furia hispana:

“En el cañón azotados, lo mismo los diputados de aquel supremo poder. Asimismo deben ser los que a la Corte han negado. Para siempre desterrado todo traidor caraqueño, asesinado Briceño, Espejo descuartizado”.

Con la capitulación de Francisco de Miranda en 1812, Briceño emigra a Curazao, junto con otros patriotas. De allí pasa a Cartagena, donde empieza a planear el retorno, a sangre y fuego, a su nación. La ciudad del Caribe neogranadino era, en aquel momento, uno de los bastiones de la resistencia contra la Monarquía  y lugar que recibió a los que huían de la reconquista española de Venezuela, como Bolívar.

Briceño publicó, el 16 de enero de 1813, un Plan para libertar a Venezuela, aprobado por su oficialidad. Comprendía el camino a seguir para ganar adeptos y sembrar el terror entre los enemigos. Su punto más controversial era el segundo:

“Como esta guerra se dirige en su primer y principal fin a destruir en Venezuela la raza maldita de los españoles europeos, incluso los isleños (canarios), quedan por consiguiente excluidos de ser admitidos en la expedición por patriotas y buenos que parezcan puesto que no debe quedar uno solo vivo…”.

Y para estimular a la tropa, estableció el artículo noveno:

“Se considera mérito suficiente para ser premiado y obtener grados en el Ejército, presentar un número de cabezas de españoles-europeos e incluso los isleños (canarios), y así el soldado que presentare veinte será ascendido a alférez vivo y efectivo; el que presentare treinta, a teniente; el que cincuenta, a capitán… etc.”.

Doscientos soldados siguieron a Briceño desde Cartagena. Entre sus oficiales, seis extranjeros –franceses incluídos- y dos americanos. Entre el resto de la tropa se encontraba el caroreño Juan Jacinto Lara, futuro general de los ejércitos Libertadores, héroe en Perú bajo el mando de Antonio José de Sucre.

Bolívar y Castillo, comandantes militares designados para invadir Venezuela, aprobaron en parte la propuesta, salvo el segundo artículo. “Por ahora solo se hará (se matará) con aquéllos (españoles-europeos) que se encuentren con las armas en la mano, y los demás que parezcan inocentes seguirán con el Ejército para vigilar sobre sus operaciones”. La nota es firmada el 20 de marzo de 1813, desde el Cuartel General de Cúcuta.

Con el grado de coronel, “El Diablo” pasa a San Cristóbal, como comandante de la Caballería. Pero su carácter impetuoso le pasó factura: contra las órdenes impartidas, decidió pasar a San Cristóbal y Barinas. Publicó un bando en la que ratificó —a pesar de lo dicho por Bolívar y Castillo— la ejecución de españoles y canarios que no se decidieran por la causa independiente.

Los dos primeros en caer por el decreto de Briceño fueron los españoles Gómez y Sánchez, cuyas cabezas terminaron en el cuartel patriota en Cúcuta, con la consiguiente rabia de Bolívar y Castillo. Ambos líderes emitieron la orden de reemplazar a “El Diablo” por Pedro Briceño Pumar y someterlo a Consejo de Guerra.

“Tire usted ojeada sobre el gran número de patriotas que gimen hoy en las bóvedas de Puerto Cabello, La Guaira, Cumaná, Puerto Rico y en el Pontón de Maracaibo, como en los demás puntos que los godos ocupan en nuestra América, y dígame si debemos llamar crueldad el fusilar dos españoles que hasta hoy no han dado pruebas de desviarse de los sentimientos de sus paisanos”, escribió el trujillano a Castillo. “Los españoles, si no se matan, en cualquier punto de América que se encuentren nos harán siempre la guerra y lograrán destruirnos”.

 Tras conversar con Bolívar para explicar su proceder, resolvió hacer la guerra por su propia cuenta, aislado del resto de las fuerzas libertadoras. Con 50 soldados se introdujo en la provincia de Barinas, cayendo prisionero del realista José Antonio Yáñez.

En la madrugada del 15 de junio de 1813, Briceño pidió confesarse ante un sacerdote. Le ofrecieron un capuchino español y se negó. Lo hizo ante el presbítero trujillano José Tadeo Montilla, capellán del realista Tízcar. Su última carta la remitió a su amada Dolores, su “idolatrada Lola”.

“¿Debí estar siempre a tu lado, gozando de las caricias de una vida apacible y reposada? Tú eres asaz inteligente para no creerlo así. La Patria era esclava, y en la noche de la esclavitud no hay paz, no hay honra, no hay amor, no hay vida. Perdóname si te he hecho infeliz. Moriré orgulloso de mi conducta, sereno y altivo, anonadando a mis verdugos con el más insultante menosprecio”.

Antes de Briceño pasaron por el paredón siete de sus compañeros, que incluían a un suizo, un norteamericano, un francés y un genovés. A las 8:00 de la mañana le tocó pararse frente al pelotón de fusilamiento. Se negó a que le vendaran los ojos y recibió, estoicamente, la descarga.

La cabeza del héroe andino, luego de su muerte, fue cortada y exhibida en la salida de Barinas; la mano derecha, enviada a La Victoria. El resto, enterrado en el cementerio parroquial.

En 1826, durante el paso de Bolívar por Maracaibo, el Libertador-Presidente descansó en la Casa Fuerte, hogar de los Briceño (hoy sede del Banco de Venezuela, en el centro de la ciudad). Frente a un retrato del trujillano, señaló: “Por lo indomable del carácter de Nicolás, hicieron bien los españoles cuando lo ejecutaron, porque de lo contrario lo hubiera tenido que hacer yo”.

Una joven presente, familiar de los Briceño, replicó: “O él a usted, General”. Bolívar sonrió cortésmente.

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